La historia oficial nos ha enseñado una versión diferente de
aquello que ocurrió antes, durante y después del 6 de agosto de 1825, cuando Bolivia nace a la vida independiente, según José Fellman
Velarde, compuesta por cuatro regiones dramáticamente diferentes: el altiplano,
los valles, los llanos y el Litoral. Esta versión insiste y trata empíricamente
de demostrar que sólo fueron 16 años de lucha por la independencia, desde lo que
se considera el primer grito libertario de Chuquisaca, el 25 de mayo de
1809.
Lo que se tiene que comprender, para tener una idea clara
acerca de la lucha independentista de Bolivia, es que éste no fue un hecho
casual, sino que responde a un contexto interno, que describiremos luego, y
también a la coyuntura externa que fue la que dio el impulso, la fuerza que los
bolivianos de entonces (charqueños) necesitaban para dar el primer paso. ¿Qué
pasaba entonces?
Desde que los españoles se apoderaron de las tierras y gente de
Latinoamérica, su bonanza duró casi dos siglos, expoliando la riqueza de este
suelo en cantidades exorbitantes de la manera más cruel y tortuosa posible para
los verdaderos dueños de estas tierras. Casi a fines del siglo XVII, se presentó
una profunda crisis económica y política para la corona española, y el último
rey de la dinastía, Carlos II (“el Hechizado”), que pertenecía a la Casa de los
Habsburgos Españoles, con aparente trastorno mental y sin un heredero, mostró
mucha debilidad en la conducción de su reino colocando en una situación crítica
a España e iniciándose una lucha tenaz por la Corona.
En 1739, se crea el Virreinato de Nueva Granada, en 1776 el
Virreinato del Río de la Plata separándola del Perú y permitiendo que la plata,
el oro, además de cereales, carne, cueros y otros productos salgan a Europa, ya
no sólo por el Pacífico, sino también por el Atlántico; además, frente a los
intereses de los ingleses, que fueron los grandes ganadores con el cambio de
dinastía, la creación del Virreinato significó también proteger esta zona de los
intereses portugueses. Se cambió igualmente la forma de administración política,
aplicando el sistema de división del territorio en intendencias, suprimiendo el
temible sistema de los corregimientos. En realidad este proceso no cambió para
nada la situación de los nativos americanos, más bien la acrecentó.
La Revolución Industrial, iniciada en Inglaterra a mediados del
siglo XVIII, requería de materias primas y pretendía sí o sí apoderarse de las
que existían en América, todavía en manos españolas; entonces, se dio inicio a
una serie de estrategias para lograr este cometido. Se dice que al margen de la
gran labor humana que realizaban los Jesuitas en América, el Papa Clemente XIV,
en 1773, expulsó a la orden de la Compañía de Jesús, también por alguna relación
que tendría que ver con las intenciones de la influencia inglesa. En este estado
de cosas, no es menos importante hacer referencia a la Independencia de los
Estados Unidos ocurrida el 4 de julio de 1776, dos años antes del levantamiento
de Chayanta.
Este conjunto de hechos habría influido en la vida cotidiana
del Alto Perú (hoy Bolivia). En 1778, se da inicio a la denominada Revolución de
Chayanta, encabezada por Tomás Katari, de quien según nuevas fuentes e
interpretaciones de su papel en este proceso, habría sido financiado por los
ingleses, conjuntamente a Tupaj Amaru en el Perú, para que sus intenciones de
redención vayan más allá de un simple levantamiento.
En varios Libros escritos por el suscrito (“Héroes Prestados
I”, “Héroes Prestados II”, “Cómo Nació Cochabamba”, “Historia Crítica de la
Independencia” y otros), describimos el rol que desempeñó Tomás Katari y cómo,
al margen de lo que señala la historia oficial, su esfuerzo dio paso a la
denominada lucha por la independencia de Bolivia, desde 1778, dando lugar a que
este periodo emancipatorio abarque 47 años para hacer libre a lo que hoy es
Bolivia y no sólo los 16 años, desde 1809 hasta 1825.
La Revolución de Chayanta fue un episodio épico, digno de
resaltarlo y que el pueblo boliviano tenga una noción cabal de su significado en
este momento importante del nacimiento del país. No sólo fue Katari, sino sus
hermanos, su esposa, su familia entera, miles y miles de charqueños (nativos),
que estaban esclavizados, que ya no podían aguantar el estado de cosas que
significaba su dura existencia. El pueblo todo se levantó en contra del sistema
colonial impuesto. Se sumaron a este proyecto, criollos, mestizos, curas,
acompañando a Tomás en su gigante labor, porque la relación español-indio,
iglesia-indio, autoridad-indio, doblegó sus sentimientos y se apegaron y sumaron
a la tarea de hacer libres a estos hombre cautivos.
Chayanta fue el resultado de haber sido tolerantes ante el
dolor, el hambre, de mirar cómo todo un pueblo era castigado sacándole los ojos,
las orejas, ante la osadía de poder intentar leer o escribir, de reclamar por el
excesivo trabajo, por esto era castigo a la vista de todos para que no se
quejen, y como escarmiento simplemente se les cortaban las manos o los pies o,
volverles hacer trabajar otras tantas horas. Este era el trágico final de estos
cientos de personas, que solamente pecaron por ser nativos y tener un suelo rico
bajo sus pies, del cual por siglos se les enajenaron. Esto no es mero eufemismo,
un mero discurso que por siglos estaba prohibido referirlo. Chayanta significa
abrir los ojos y mirar la luz del día, oculta hasta entonces para la mayoría de
los bolivianos de antes y ahora. Este evento tiene tanta connotación en la
región, que sin excepción alguna, todos los pueblos sometidos se levantaron a su
ritmo, es el caso de Cochabamba.
¿Es que acaso por ser indios los que encabezaron este
movimiento habría que olvidar este momento de la historia? En realidad, fue así.
Luego de 1825, los que se apropiaron de esta lucha fueron comodines, españoles
vestidos a la americana, quienes dieron paso a la Bolivia naciente. Tenían que
borrar de la memoria estos hechos épicos, a sus protagonistas, para hacer creer
que fueron ellos los que lucharon y rubricaron luego la independencia de
Bolivia.
Se empezó a hablar desde entonces de las batallas de Pichincha,
Junín, Ayacucho, que habrían dado la libertad a Bolivia. Sin el ánimo de
desmerecer estas contiendas, que en verdad dieron la libertad a cuatro de
nuestros países hermanos: Venezuela, Colombia, Ecuador y el Perú, no ocurrió los
mismo con nuestro país, así como se nos impuso lo que en algún libro llamamos
“Héroes Prestados”, o aquello del “Tabú Bolivarista”, que menciona valientemente
el historiador Marcos Beltrán Ávila.
Fue pues Esteban Arze, Juana Azurduy de Padilla, Tomás Katari,
Tupaj Katari, Manuela Rodríguez, Manuel Ascencio Padilla, Tomasa Silvestre,
Matos, el Padre Muñecas, el Moto Méndez, los hermanos Millares, Nogales,
Camargo, Del Rivero, y miles de hombres y mujeres que con su lucha y su vida nos
legaron nuestra libertad. Sobre esto, Charles Arnade (La Dramática Insurgencia
IX) señala: “(…) no es nada que pueda extrañar, que acontecimientos de hondura y
magnitud como las grandes sublevaciones indígenas de los hermanos Katari de
Chayanta, de Julián Tupaj Katari, Tupaj Amaru (…) hayan sido tergiversados por
los relatores colonialistas y que, tras de abominar esos grandes movimientos de
masas y denigrarlos, se les hubiese despojado de toda trascendencia e
importancia para la historia nacional, perpetuando los errores y falsedades,
según A. Arguedas”.
Causa indignación profunda que a 190 años de la independencia
de Bolivia, todavía se siga recordando, con homenajes solemnes, desfiles
fastuosos, a quienes no hicieron, incluso se opusieron tenazmente, a nuestra
independencia. En este 6 de agosto, el pueblo en su totalidad debe hacer una
reflexión precisa y aguda, acerca de los Padres de la Patria, quiénes son, en
esencia, los que hicieron libre a Bolivia. De aquellas batallas que dejaron en
los campos a miles de protagonistas y héroes anónimos; desde 1778 hasta 1809, y
desde esa fecha hasta 1825.
De una vez, el sistema de la educación en Bolivia, debe asumir
con seriedad y responsabilidad este tema que marca el destino y la identidad de
nuestro pueblo. No es justo que se siga repitiendo aquello que no ocurrió. Es el
propio boliviano que, a costa de legarnos su vida, hizo de Bolivia un Estado
libre y soberano y es esa historia que quieren conocer el ciudadano de hoy.
Basta de seguir repitiendo aquello que por siglos ha lastimado el espíritu y la
conciencia de los bolivianos, enseñando y preparándonos sólo para obedecer, para
ser pobres de por vida, estando sentados en una silla de oro. Esa historia, la
nuestra, es maravillosa, digna y heroica.
Morir matando...una revisión de los levantamientos 1781-1812
¿Estamos obligados a escribir otra historia, diferente a la
imaginería historiográfica decimonónica y sus narradores que escribían como
dueños del pasado? ¿Cómo? ¿Cuál? ¿Otra nación en ciernes; necesita otra historia
y otro pasado? En Cochabamba, más que en ninguna otra región del país, la
celebración del pasado es y debe ser objeto de controversia, entre quienes dicen
que no hay nada que celebrar y quienes afirman que es lo único que debemos
alabar, porque allí están “nuestras raíces”. Las razones saltan a la vista. Los
acontecimientos de hace doscientos años dieron pie a la irrupción del
pensamiento liberal, de la democracia, del constitucionalismo, del sujeto
individual; en suma, la modernidad política hoy cuestionada.
El pasado no puede cambiarse, aunque sí es posible dar un uso
político al recuerdo y a la memoria. ¿Qué es posible y necesario recordar? ¿Es
posible una conmemoración heroica y unilateral en un país que camina hacia otras
experiencias y lenguajes políticos? Así lo fueron al menos los fastos de 1910 y
1912, organizados por las elites aristocráticas, bajo la sombra de la
sublevación indígena de 1899 y la entronización del social darwinismo a
principios del siglo XX. Fue el momento para recordar que Willka Zárate y la red
de caciques apoderados, que también abarcó Cochabamba, formaban parte de un
pasado amenazante que no debía retornar ni podía ingresar tal cual a la
modernidad deseada y redentora de luz, ferrocarril y cerveza. Suprimidos de la
historia, anulados de la vida, de la cultura y de las instituciones, los
indígenas y plebeyos no fueron convidados a las “Fiestas del Progreso” de 1910,
en Cochabamba, y a la construcción de una nación aristocrática prescrita a costa
de su y sus derechos.
OTRA MIRADA
Cien años más tarde, ya no es posible mirar los mismos
acontecimientos de la misma manera. No es posible ignorar que la crisis y
colapso del sistema español fue precedida y acompañada de dos propuestas
independentistas divergentes: una la indígena, que se frustró en 1781, y la otra
criolla, que se alzó victoriosa en 1825, tanto en el proyecto político como en
la posterior construcción de la memoria histórica; tampoco que estas visiones
polares del y en el pasado, se conviertan en posturas irreconciliables hacia el
futuro, sirviendo de base y pretexto para negar el diálogo y la construcción de
un espacio común. Una condición, claro, es una relectura de los sucesos de 1809
y 1810, en la búsqueda de la presencia contradictoria de indígenas y plebeyos/as
silenciada por la historiografía y la épica oficial. La fase guerrillera, como
la acaecida en la región de Independencia (Cochabamba), los “ejércitos de
indios”, las mujeres amotinadas en La Coronilla de mayo de 1812 nos permitirá
reconciliarnos con un pasado que luce más diverso que en los textos
tradicionales de historia escolar, permitiendo tender puentes hacia un diálogo
cultural e historiográfico.
Hasta 1781, el mayor miedo social de sus habitantes provenía de
las sequías y las oleadas de pestes. Pero a partir de ese año y hasta 1825, con
intermitencias, se apoderó de ellos y ellas, aquel que provenía de la
confrontación y la guerra interna, tan devastadora y tan prolongada como en
ninguna otra región en el pasado del Alto Perú.
¿Qué nexos y continuidades existieron entre la rebelión
indígena de 1781 y los proyectos de las Juntas y acciones militares criollas que
estallaron desde el 14 de septiembre de 1810 y que en su primera fase se
desarrollaron hasta la batalla de la Colina de San Sebastián el 27 de mayo de
1812?
Estos acontecimientos ocurrieron y se desataron dentro de la
crisis de la monarquía española y del Estado colonial tras la invasión francesa
en 1808 y el derrocamiento del Rey Fernando VII y su remplazo por José
Bonaparte, hermano del emperador francés. La vacancia produjo el interrogante de
quién debía gobernar el reino.
En la Audiencia de Charcas, a la que pertenecía Cochabamba,
cuyo nombre era la Provincia de Santa Cruz de la Sierra, pues se componía de los
actuales departamentos de Cochabamba y Santa Cruz, se produjo el estallido de
Juntas que se presentaban como depositarias del poder real, al igual que en
otras ciudades del continente. Su capital, pequeña ciudad de unos 20 mil
habitantes, se denominaba ciudad de Oropesa del Valle de Cochabamba; tal y como
figura en los antiguos documentos suscritos por los partícipes de los
acontecimientos.
En la actual Bolivia, las dos primeras Juntas se establecieron
en La Plata (Chuquisaca), el 25 de mayo de 1809, y en La Paz, el 16 de julio,
del mismo año. Éstas –fuera del debate historiográfico tradicional, sobre su
originalidad, paternidad y contribución a la independencia decretada el 6 de
agosto de 1825, y las que siguieron después el año de 1810 en Tarija,
Cochabamba, Santa Cruz, Oruro y Potosí– se hicieron, sin embargo, a nombre de
Fernando VII y sus derechos. Salvo que se acepte a pie de juntillas la tesis de
un enmascaramiento de sus verdaderos propósitos –que habría sido la ruptura
radical con España-, debemos tentar otra hipótesis sobre sus objetivos finales,
distinta a aquella que existía un pro nación o una proto región, como se quiera,
que solamente esperaba la oportunidad para liberarse. La historia vista como un
destino y no como una contingencia.
En los últimos años, tomando como pretexto la celebración de
los Bicentenarios, autores y autoras en América Latina, Europa y Bolivia, como
Rossana Barragán y María Luisa Soux, han cuestionado las visiones románticas y
liberales del siglo XIX a partir de las historias patrias, que adujeron que los
pronunciamientos criollos y de las distintas Juntas que se conformaron en el
Alto Perú, al calor de la crisis desatada por la invasión francesa a Europa y la
captura del Rey Fernando VII, tuvieron como propósito inicial y último la
independencia y la ruptura con el sistema colonial.
Se debaten aquellas narrativas que partiendo desde la
constitución de la República en 1825 –pronunciamiento de Chuquisaca- tuviera
este destino manifiesto, como si la actual Bolivia hubiera sido una nación o una
comunidad preexistente –se habla de Charcas– tratando de liberarse de la
opresión externa y construirse como Estado. Los estudios realizados sobre La Paz
y Oruro muestran más bien que la confrontación, al menos hasta 1814, tuvo la
característica de una guerra civil, en la cual los distintos actores sociales
–sojuzgados y oprimidos por el régimen colonial– buscaron reposicionarse
aprovechando la coyuntura. Situación en la que también las distintas provincias
y regiones trataron de renegociar su autogobierno dentro el marco del propio
régimen colonial y resignificar su soberanía y constituir al pueblo, un sujeto
en todo caso cambiante según la coyuntura, como fuente de su legitimidad. En
ello, en el nuevo lenguaje político que se va introduciendo, estriba su carácter
revolucionario.
Esta relectura –revisión de los hechos– ayuda a matizar el
significado de las luchas patrióticas, de las oposiciones y la actitud de sus
dirigentes que cruzaron la época bajo el análisis. Tiempos porosos y de
reacomodos, tropas en medio de la batallas cambian sin problema de bando.
Oficiales y altos burócratas, también mutaban de opinión, en la medida que la
realidad circundante también se redefiniría. Las verdades se iban construyendo.
No habiendo partido de una posición polar predeterminada; por ejemplo, patriotas
o antipatriotas o españoles o criollos no se sentían aferrados a dogmas o
profecías. Fueron hombres y mujeres que les tocó jugar en un campo no
predeterminado sin anticipar sus resultados en una nación concreta. No fueron
pues héroes, heroínas o traidores por anticipación o por destino. Quizá incluso,
a contrapelo de la historiografía en boga, calificarlos por su entrega heroica,
recompensada para la inmortalidad en el bronce o las calles, no es el mejor
recurso para contar y (re)conocer sus vidas.
*Fragmentos de la introducción del libro “Morir matando. Poder,
guerra e insurrección en Cochabamba 1781-1812” (Ed. El País, 2012).// Los
Tiempos.com
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