El baile folklórico no es más que una inocente referencia del profundo ritual que se vive cada año en torno al 3 de mayo, la Fiesta de la Cruz. Macha, provincia Chayanta, a 165 kilómetros de Potosí, recibe a 62 comunidades que se medirán a golpes en el tinku.
Es viernes 2 de mayo y los macheños, horas previas a la Fiesta de la Cruz o Tata Pachaka, viven un tiempo de intenso comercio. Un aire caliente recorre los alrededores de la plaza Tomás Katari anunciando la llegada, para la mañana del domingo 4, de las comunidades aledañas.
Macha tiene una población de más de 2.000 habitantes y un clima semitemplado. Su economía se basa en la producción de haba, papa, cebada, maíz, trigo, hortalizas, legumbres, durazno, tuna y pera; aunque también se dedica a la crianza de ovejas, cabras, vacas, cerdos y llamas. Y cada mayo es escenario de la pelea ritual del tinku (encuentro).
La fiesta es precedida por la wijlla (mesa ritual) y sacrificios de ovejas, llamas o vacas como ofrendas a la Pachamama, realizadas en las localidades la tarde y la noche del sábado 3 . En estas ceremonias, los pasantes o alférez se engalan con ropa especial y la cruz (chakana en quechua) vestida con poncho, montera y una mascarita de Jesús. Hay ruegos y plegarias a sus ancestros, pidiendo fuerza para la lucha.
Hombres y mujeres se acicalan para la fiesta. La vestimenta originaria tiene una chaqueta multicolor, un pantalón de bayeta, abarcas de goma, montera y almilla —vestido de bayeta y tejido que llevan las mujeres—, aunque ahora los jóvenes prefieren el pantalón jean, zapatos y las mujeres pollera, blusa y sombrero.
“Estamos cosiendo toquillas —cintas tejidas para decorar— para los sombreros de mujer”, comenta en quechua Delia Gómez Lucas, artesana de 70 años, que con su esposo teje los chumpis (fajas) y las sicas (polainas o tobilleras que llegan hasta la rodilla) y otros adornos de vistosos colores trabajados en lana. Los mismos sirven para adornar monteras y charangos como pantalones de mezclilla, poleras y hasta cascos de motociclista, que hace de montera con ayuda de una pluma encajada en la parte superior.
Así, hombres y mujeres de las diferentes comunidades, mientras compran los atuendos que vestirán el domingo y lunes, lanzan miradas desafiantes a posibles contendientes.
Orígenes. El tinku —dice el historiador y pedagogo José Reynaga Padilla, descendiente de Fausto Reynaga— es un encuentro de los ayllus grandes de manqhasaxa (los de arriba) y alaxsaya (los de abajo), con unas 62 comunidades.
Mientras las comunidades se preparan, el pueblo de Macha vive la noche del sábado un adelanto de lo que será el tinku, tras una ceremonia y ch’alla con chicha y alcohol al tata Santa Veracruz en un cerro cercano.
El pasante, cargado de la cruz, y sus acompañantes descienden bailando hasta la parte baja del campanario de la iglesia de la plaza, donde piden ser tan fuertes como la torre: “Palomita Bolivia bandera/ Palomita Bolivia bandera/ Hermanitos míos vamos a la guerra/ Hermanitos míos vamos a la guerra”, cantan.
Cada tonadilla es intercalada con el zapateo. Para darse ánimo, los comunarios lanzan un “¡Jas!” o un “¡Uh!” que invita a bailar a los turistas extranjeros, estudiantes de universidades indígenas, de la normal de maestros de Sucre, investigadores, fotógrafos y periodistas que arribaron a Macha para este ritual.
“La fiesta de hoy termina en la casa de los nuevos pasantes, el alférez y el mayora (que baila con un látigo para poner orden al paseo festivo) donde vamos a dejar la cruz”, comenta el alférez saliente, Ronald Ramos Fernández.
Amanece el domingo 4 de mayo. Las calles que circundan la plaza están tranquilas, a no ser por el movimiento de los comerciantes de fruta, caña de azúcar, comida y ropa, así como de los visitantes que desayunan.
A las 09.00 ingresa a la plaza el primer grupo, le sigue otro y poco a poco llegan más comunidades. En una hora, la plaza es un hervidero de comunarios.
Cholas cargadas de sus wawas y mujeres solteras ondeando una bandera blanca, bailan por detrás de cada conjunto que “pasea” por la plaza mientras tocan julajulas (instrumentos de viento). Al llegar a una esquina, forman un ruedo para zapatear al ritmo del k’alampeo (rasqueo) de los charangos.
El macheño Policarpio Cruz (60), explica que las calles de las cuatro esquinas de la plaza son ocupadas por los ayllus de manqhasaxa y alaxsaya, pero la plaza y la torre de la iglesia es de todos. Ahí se da el tinku (encuentro).
“Antes, en los años 60 se tocaban dos melodías en los julajulas: una era para buscar la fortaleza y la otra un tono de yaraví que era mezcla de fe, tradición y costumbres. Una vez que comparten la pelea, los comunarios retornan a sus comunidades para ch’allar, cantar y bailar por tres días. Las fiestas más grandes son en Umajila y Pichichua”, cuenta.
Sangre. Desde las primeras horas del domingo, los comerciantes de la plaza toman sus precauciones y los dueños de las tiendas venden sus productos casi a puerta cerrada. Los 55 policías que llegaron horas antes de la ciudad tienen listos los chicotes (símbolo de poder) y gases para dispersar multitudes. Así brota el primer choque cerca de la torre: dos grupos se enfrascan en una pelea a puñetes, patadas y garrotes. Un hombre es golpeado en el suelo con violencia, la Policía intenta despejar el área a chicotazos, pero termina lanzando gases. La sangre en el suelo se cubre con otro zapateo.
A las 11.00 tañe la campana de la torre para la misa. Acuden los pasantes con sus cruces. El párroco Denilson Cabezas oficia la misa en quechua y en su homilía dice que Dios no quiere peleas, al contrario, pide abrir los corazones para fortalecer y vivir bien. “La fiesta es para escuchar a Dios y recibir sus bendiciones, dejar de lado el alcohol y la borrachera…perdóname Dios que soy un hijo pecador”, exhorta y empieza a cantar.
Afuera, las peleas siguen con más violencia, esta vez vuelan piedras en dos esquinas de la plaza.
Para la tarde, la Policía organiza un círculo para que la pelea sea hombre a hombre —o mujer a mujer, como se estila desde hace algunos años—, los desafíos menudean. Varios contendores tienen la boca y la nariz destrozada; los puños llevan una masa hecha de tierra y sangre. Aún así, terminan unidos en un abrazo.
Según el investigador Tito Burgoa, el ritual del tinku se practicaba 4.000 a. C. No solo se realizaba en San Pedro de Macha, sino también llegaba a los pueblos de Pocoata, Sacaca y Chayanta.
Pasan las horas y las peleas menguan. Baja la intensidad de los enfrentamientos y los desafíos, los bailes, los cantos, los gritos, aunque la gente todavía está bajo el efecto del alcohol (chicha, cerveza argentina Schneider y destilados). La mayoría se retira a las casas de fiesta (cusi huasi, en quechua) que tiene reservada en la población de Macha.
Así pasa toda la noche del domingo hasta más allá del mediodía del lunes, hasta que finalmente los participantes retornan a sus comunidades, donde bailan, challan, beben, comen y se regocijan en la fiesta que se prolonga hasta el miércoles 7, llevando orgullosos las heridas del tinku.// La Razón (COM)
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