El 29 de enero 1810, los revolucionarios de la ciudad de La Paz que habían osado levantarse en armas, destituyendo a las autoridades españolas y formado un nuevo gobierno, el 16 de julio de 1809, sufren las consecuencias de estos actos con una sangrienta represión emprendida por Manuel de Goyeneche, quien, por mandato del virrey del Perú, llega a tierras altoperuanas para poner en orden las cosas.
La fría mañana del 29 de enero, la plaza de Armas está guardada por la artillería realista, el ejército en cuadro, nueve hombres son trasladados de la cárcel que quedaba frente a la Caja, a la cual se entraba por un callejoncito que daba a subterráneos llamados Santa Bárbara.
En la plaza estaba instalado un tablado o patíbulo con una horca. Murillo llega arrastrado por un burro, venía atado con grilletes, al subir a la horca exclamó: “Compatriotas, la llama que dejó encendida, nadie la podrá apagar”. Inmediatamente el verdugo cumplió con su macabra tarea. Siguieron a Murillo en el sacrificio: Gregorio García Lanza, Melchor Jiménez, Juan Catacora, Buenventura Bueno, Mariano Graneros, Apolinar Jaén, Juan Bautista Sagárnaga (ejecutado al garrote) y Juan Antonio Figueroa.
Todos murieron, pero en el caso del gallego Figueroa, cuando creyeron que estaba muerto en el garrote, éste se levantó andando porque tenía la garganta muy angosta, entonces se ordenó que fuera ahorcado, así se hizo, pero inexplicablemente la cuerda se rompió, el reo volvió a levantarse del suelo y quiso huir, finalmente se ordenó que fuera degollado y fue muerto con un cuchillo que fue dado por un chapetón. La ejecución del presbítero José Antonio Medina es aplazada, los otros revolucionarios sufrieron confinamiento a tierras lejanas y confiscados todos sus bienes.// El Diario
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