Cleto pasa casi 12 horas al día junto a la fuente de El Prado, contemplando la vida de La Paz desde unos centímetros más abajo que los demás. Está sentado sobre un minúsculo taburete, lleva sobre la chompa un chaleco que publicita una compañía telefónica, en la cabeza una gorra y, encima, una máscara azul de lana gruesa. Al día lustra entre 40 y 50 pares de zapatos y emplea, para cada cliente, unos seis minutos. Por este trabajo cobra un boliviano, más las propinas que algunos generosos le dan. Cada día sale de su casa de madrugada, a las 05.55, para ir desde donde vive, en Alto Lima, en la ciudad de El Alto, al centro de la sede de gobierno.
Él es uno de los aproximadamente 40 varones que componen el colectivo Alpra (Asociación de Lustrabotas de El Prado). Los más jóvenes tienen alrededor de siete años y los más veteranos superan los 40. Dos de ellos, Cleto y Javier, son además guías turísticos de una ruta diferente y mucho más económica que las habituales.
“Podemos llevarte a donde tú no has conocido”, dice Cleto, de 35 años, y padre de tres niñas y un niño. Él nos va a mostrar La Paz desde otro punto de vista, a través de Hormigón Armado Tours.
La cita es en la puerta de la Biblioteca Municipal, en la Plaza del Estudiante. El guía lleva consigo sus herramientas de trabajo: su miniasiento y el cajón, que él mismo elaboró, con los objetos para lustrar. Se dedica a este oficio, va a contarnos durante el paseo, desde los 13 años de edad, cuando un amigo le convenció de que se podía ganar más dinero en La Paz que en El Alto, donde era ayudante de chofer.
Tomamos un minibús hacia el Cementerio General, la primera parada del recorrido. Al entrar, Cleto nos explica cómo se celebra el último adiós a un difunto. Para un paceño el ritual es de sobra conocido, pero para personas de otros lugares resulta curioso ver que se entierra a una persona al son de alegres canciones: los músicos que trabajan en el camposanto tocan la pieza preferida del muerto.
Después, el lustra nos lleva hasta una tumba muy significativa para muchos paceños: “Aquí es donde está enterrado el licenciado Carlos Palenque. Era una buena persona”, dice ante la sepultura del músico, periodista y político boliviano. Como es habitual, la tumba tiene flores frescas y un par de personas se acercan a dedicarle unas oraciones. “No era alzado, era bien humilde. Se nivelaba a la gente pobre”.
El guía nos pide entonces seguirle hasta la calle de los pescados, donde se puede comprar o comer allí mismo la pesca proveniente del lago Titicaca. Wallake, trucha o pejerrey son algunos de los platos de pescado típicos que los guías de este tour instan a probar a los turistas. A veces, todos se sientan en la mesa de alguno de los locales de esta olorosa calle a compartir y a conocerse. Pero en una ocasión, recuerda Cleto, los prejuicios les impidieron disfrutar de ese momento: una vendedora no quiso dejar pasar a los guías junto a los turistas porque les acusaba, convencida, de que su intención era robar a sus clientes.
En esta ocasión, pasamos a un restaurante sin problemas. Al abrigo de la tranquilidad y la semioscuridad del local, Cleto levanta el pasamontañas hasta la frente para dejar ver su rostro y comemos ispi con mote mientras conversamos. Cuenta que él ha escrito alguna vez en Hormigón Armado, el periódico de los lustras, sobre la discriminación que todavía hay contra estos trabajadores. Ocurre que, a pesar de los intentos por dignificar el oficio, todavía está mal visto. “Yo me pongo la máscara porque mi mamá era de familia bien posicionada, con hijos profesionales, y mi papá era humilde. Ellos murieron y, si yo voy a visitar a la familia de mi mamá y le digo que soy lustrabotas, no me abren la puerta. Los propios vecinos: ‘Tienes las manos negras y hueles a crema. Tú eres clefero, eres maleante’. Por eso me pongo la máscara”. Nadie de ese entorno puede saber a qué se dedica este trabajador.
Para completar la comida, el siguiente punto de la visita es un lugar donde a base de hielo con sal, preparado de canela y algo de fuerza, se hacen y se sirven helados, detrás del Mercado de Flores. Allí, después de refrescar el paladar en un día soleado, bajamos por la calle Chorolque y pasamos por delante de las casetas de los hojalateros. La mayoría, a eso de las 10.30 están todavía cerradas.
Nuestra próxima parada es un “museo”, como lo describe Cleto. Nos guía por las angostas callejuelas desiguales del mercado Uruguay. En una mañana de lunes, el lugar está tranquilo: la mayoría de los puestos tiene las cortinas echadas.
Llegados a cierto punto que nuestro guía conoce bien, nos desvía a la derecha y empezamos a oír el revoloteo de plumas y un coro de chillidos agudos. Gallinas, pavas, cuis, conejos, pollitos e incluso gatos están amontonados en jaulas o cajas esperando que alguien los compre, ya sea para acabar cocinados en alguna casa o para convertirse en mascotas, en la minoría de los casos. Los extranjeros, que son el 90% de los que hacen el tour, suelen sorprenderse al ver animales vivos dentro de un mercado de abastos.
Al salir de nuevo a la calle, toca visitar el lugar por excelencia para comprar tecnología en La Paz: la calle Eloy Salmón. “Una vez, estábamos con un grupo y a uno de ellos le sacaron la cámara de fotos de la mochila. Nosotros (iban dos guías) conseguimos hacer que el tipo se la devuelva. Si los turistas no hubieran ido con nosotros, les hubieran robado”.
Después, vamos al Barrio Chino, donde Cleto recomienda comprar sólo en caso de no tener un buen presupuesto, pues los objetos de este lugar no se caracterizan precisamente por su buena calidad.
Continuamos bajando por las empinadas calles de la zona para visitar lo que los guías denominan el “Shopping Cholitas”, ubicado en la rotonda de las telas y alrededores. Allí las polleras, colgadas en las paredes de las tiendas, sobresalen a la calle y aportan su toque colorido al paisaje urbano. Cleto explica la variedad de tejidos y precios que hay para vestirse al estilo tradicional de las mujeres paceñas. Llegados al punto de los sombreros, puede describir el proceso entero de elaboración porque él es todo un experto: su padre fabricaba este complemento de la indumentaria paceña. Recuerda cómo llegaban las bases aplastadas y había que darles forma con plancha y baños de cola fresca. Con una máquina especial, la barquilladora, se hacía el dobladillo típico de los borsalinos.
La visita sigue hacia el mercado Rodríguez, donde el guía nos quiere mostrar los lugares más económicos para comprar alimentos, qué podemos encontrar y dónde comer un almuerzo por dos bolivianos.
Pescado, carne, hierbas aromáticas, condimentos en polvo, hortalizas, frutas... todos los olores se mezclan en la nariz. Ante los ojos aparece tal cantidad de formas y colores que parece posible comprar casi cualquier cosa en la calle Rodríguez y alrededores. “¿Sí, caserita? ¿Qué está buscando?”, dicen como reclamo algunas vendedoras, aunque ni tan siquiera se mire la mercancía que ofrecen en sus puestos, ya sean mesas o telas sobre el suelo.
Nuestro guía nos invita a pasar al mercado Belén, una especie de tambo de verduras y frutas que hace esquina con la calle Rodríguez, donde el olor es un indicador de que la mercancía es fresca.
Los turistas “quieren saber todo”, asegura Cleto. Desde qué es cada cosa a cuánto cuesta o cómo se come. Él les da a conocer la chirimoya, la granadilla, la tuna...
Incluso, compran y prueban allí mismo, un buen lugar porque es más barato y “yapadito”, asegura el guía. Y recuerda que un día, mientras explicaba a un grupo la gastronomía paceña, una vendedora los echó lanzándoles naranjas podridas. Los viajeros se marcharon de allí atónitos.
Después visitamos el Comedor Popular de la zona, donde el almuerzo cuesta dos bolivianos. Antes, Cleto y sus amigos solían venir aquí a mediodía. Sin embargo, cuenta, alguna vez le ha sentado mal y ya se acostumbró a comer en el mercado Camacho, donde suele ir cada día a las 12.00.
Después de unas tres horas, llegamos a San Pedro, donde ponemos fin a nuestra ruta. Es momento de que Cleto regrese a su lugar de trabajo junto a la fuente de El Prado. Trabajando de guía “puedo llevar algo más a mi casa y aprendo de los turistas cosas que ni sabía que existían”, dice.
Otros tours, que cuestan alrededor de 50 dólares, ofrecen visitas a la plaza Murillo, San Francisco, el Valle de la Luna... El de los lustrabotas cuesta tan sólo 80 bolivianos y se puede personalizar. Si un turista ya conoce la ruta preestablecida, los guías le proponen nuevos lugares, como El Alto, siempre de la mano de los que mejor conocen las calles. Tal vez no sepan demasiado sobre el estilo arquitectónico de un edificio o la historia formal de un lugar, pero sí las vivencias y las costumbres de aquellos que lo habitan. Si se quiere conocer La Paz popular, éste es el paquete indicado.
Hormigón Armado Tours
Para hacer la ruta guiada por los lustrabotas se puede contactar con el periódico la Fundación Arte y Culturas Bolivianas, que edita el periódico Hormigón Armado. La sede está en la avenida Ecuador N° 2582, casi esquina Pedro Salazar (Sopocachi). Teléfono de contacto: 2418151. Otra opción es buscar al coordinador del tour, Chuma: 72515598. Él se encarga de buscar a los lustrabotas que participan del proyecto (que ya tiene dos años) en sus ubicaciones de El Prado. Se recomienda hacer la reserva con, al menos, dos días de antelación.
La ruta suele hacerse en fin de semana porque, a diario, los lustras prefieren no perder su clientela.
0El costo de la visita guiada es de 80 bolivianos por persona: el 95% es para los guías (con el 5% se cubren gastos de la Fundación para contactarles), que han recibido capacitación.// La Razón
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