Estamos cerca del cielo, parados a más de 5.200 metros de altura. El cráter luce una mezcla de colores ocres y puntas que asemejan ceniceros apagados. El viento silba una melodía ininteligible. El cansancio desaparece ante el paisaje de lienzo. Hemos conquistado la cima del Thunupa después de dos días de aventura, tras más de 10 horas de caminata por los atractivos de Coqueza, la comunidad que se levanta a los pies del único volcán mujer de la región potosina del salar de Uyuni. Un sueño de más de 10 años
Los coqueceños han logrado su sueño de hace más de una década: empezar un proyecto turístico. Para ello tuvieron un aliado, el Programa Complejo Productivo Altiplano Sur de Bolivia, de la Fundación Fautapo, que bajo el paraguas financiero de Holanda, capacitó a los lugareños para esta travesía. El objetivo es que hasta 2013, ellos caminen solos en este emprendimiento que lleva el rótulo de “turismo vivencial comunitario” y que espera desde este mes a los amantes del trekking (senderismo).
Sábado 10, 06.30. La vagoneta parte de Uyuni y se interna en el mar blanco, que luce opaco por la tierra arrastrada por el viento. Coqueza queda a una hora de viaje. La primera parada es Colchani, aldea que acoge a los maestros de artesanías. Luego vienen los hoteles de sal. El camino luce pequeñas pirámides salinas que sirven para escurrir el producto, antes de cargarlo a los camiones de los intermediarios que lo llevarán a las plantas de procesamiento.
En medio de ese ambiente egipcio descansa un hombre que lleva un célebre nombre griego, es Hércules Cruz. Descansa sobre uno de los promontorios de sal, abrigado hasta los dientes, con sus lentes ray-ban, sus botas oscuras como su piel y su gorra. “Trabajo de seis de la mañana a cuatro de la tarde. Armo 10 triángulos al día”, dice. Trabaja toda la semana con la misión de llenar un camión con la sal recolectada. Si lo logra, gana hasta 1.500 bolivianos.
Hércules extiende sus brazos, como si estuviera sentado en una silla del Olimpo. Desde sus dominios, se aprecia una cresta de piedra que sobresale en el horizonte. Es el Thunupa. El coche retoma la marcha. Es un lunar en medio del desierto blanco. Después de 135 kilómetros, dos columnas líticas dan la bienvenida a Coqueza, pueblo agricultor que yace a unos 3.700 metros sobre el nivel del mar, en el municipio de Tahua, y que es habitado por más de 20 almas.
Los comunarios se movilizan ante nuestra llegada. Pasamos a la oficina donde Dino Cruz nos brinda un resumen de lo que nos espera. Es uno de los 10 coqueceños entrenados como guías. Julia Mamani también se pone manos a la obra para demostrar lo aprendido en las clases de cocina, junto a otras cuatro compañeras. Afuera, la iglesia colonial de piedra que abre sus puertas en la fiesta del 13 de junio, sienta presencia en la plazuela. Es hora del inicio de la caminata.
Son las 08.30. Una casa hecha con piedras, paja y cardo (madera de cactus) es otra reliquia conservada en el poblado. Era la vivienda típica de los antepasados, que ha cedido ante la moda del adobe, los ladrillos, el cemento, las calaminas… Cerca está el calvario, una apacheta rocosa desde donde los antiguos pobladores peregrinaban hasta el santuario paceño de la Virgen de Copacabana, cargando imágenes de sus patronos. Una muestra de fe que ha desaparecido.
Dino toma piedras del suelo y muestra otras apiladas en los muros. “Son de las explosiones volcánicas de hace millones de años atrás”, afirma. Habla con la convicción otorgada por su capacitación en historia y arqueología, además de primeros auxilios, senderismo, entre otros. “El Thunupa está apagado desde hace unos 4.000 años antes de Cristo. Tampoco hay fumarolas. Muy antes, este sector estaba bajo el agua, por eso existen piedras con especies de corales”.
A pocos pasos está el imperio de las llamas. Es el bofedal donde crece el pasto, en medio de un área árida, dominada por tierra, piedras y paja brava. El próximo proyecto al que apuntan los coqueceños es la exportación de la carne de estos animales; para ello, los desparasitan y vacunan, para la certificación de “zona libre de aftosa”. Más allá, se asoman las parcelas de cultivo de quinua, donde el visitante puede participar de las actividades agrícolas.
Los flamencos son prueba de la cercanía de la Laguna Sagrada, aquella donde se mezcla el agua dulce que resbala de la montaña con la sal y el lodo del salar, a la que los lugareños le otorgan dones curativos contra el reumatismo. Incluso hay una vertiente mágica que mantiene el agua a unos 8 grados centígrados, asegura Dino, a pesar del invierno que trae temperaturas que descienden hasta 20 grados bajo cero. Arriba, se erigen varias construcciones de piedra, es Coqueza antigua.
El cementerio de los antepasados
Comienza el ascenso. Estamos en el pueblo abandonado, el que los antepasados trasladaron tras el descenso del agua, antes de la existencia del salar. “Descendemos de los tiwanakotas”, resalta el guía. Las edificaciones muestran una arquitectura increíble: cada piedra engrana perfectamente con otra, como un juego de Lego. Allí está el templo que recibe las ofrendas a la Pachamama y el floreo de las crías de llamas en época de reproducción, eso cada 20 de enero.
Un molino gigante de piedra que servía para aplastar la harina, la quinua y el forraje es el habitante solitario de una cuesta que exprime el esfuerzo al máximo. Nos introducimos a una hoyada, el preludio al mítico valle de las momias. Dino se aproxima a una cueva, un santuario con una puerta de metal. Abre el candado. Adentro yacen siete chullpas (seis son de varones) en posición fetal. Son la máxima atracción del “tour”.
La teoría es que las ínfulas expansionistas de los aymaras, arrasaron con los que habitaron milenariamente estas tierras. “Los que sobrevivieron enterraron los cadáveres con sus mejores joyas, cerámicas, textiles”, explica el guía “Son nuestros ancestros. Por aquí habrían más momias. Nos capacitaron para conservar a éstas que hallamos en buen estado”. Una de ellas conserva intacta su cabellera negra y la única mujer está acompañada de —tal vez— sus dos niños.
Salimos del tétrico mausoleo. “Pongan aquí la basura”, pide Dino, y señala a un recipiente cilíndrico de piedra que funge como basurero. Una regla es no botar los desechos durante la caminata. “Es por respeto al Thunupa”. Luego de 10 minutos, llegamos al “parqueo”, donde nos esperan Inti (Sol), Ph’arima (especie de planta roja), Phasa (arcilla) y Saxra (viento huracanado), las llamas adiestradas por Eusebio Cruz.
Ellas se encargan de llevar las mochilas de los turistas, a quienes acompañan sujetadas por una correa hasta el campamento, a más de 4.470 metros de altura. Eusebio relata que le costó un mes domar a estos auquénidos que son ariscos con las personas. “Primero se les venda los ojos, se les soba y se acostumbran a la gente”. Retomamos el ascenso. Como buen psicólogo de sus alumnas, Eusebio pone a Inti por delante. “Si no guía el paso de las otras, no camina”, señala.
Son las dos de la tarde. Tras pasar el mirador Chatahuana, está el campamento: un reservorio de agua de “los abuelos”. Abajo, el salar luce imperecedero. “Tiene más de 12.500 kilómetros”, precisa Dino, quien nos ayuda a preparar las carpas. Julia Mamani alista el almuerzo, una dieta para recobrar fuerzas. Tras la siesta, el guía nos incentiva a escalar rocas. Anochece. Apilamos troncos de kewiña y yaretas para atizar la fogata. Mañana, nos espera la cima del volcán.
La mujer que prendó a los dioses
El frío domina el ambiente. El calor del fuego amilana su efecto. Dino nos invita a la ch’alla, a compartir con Thunupa un sorbo de alcohol, para que nos reciba en sus entrañas. Surgen los cuentos, las leyendas. La luna llena ilumina el campamento. El guía aclara que, en realidad, el macizo es mujer. Los antepasados transmitieron el relato que ella provocó el delirio de los dioses, a la par de sus rencores. Fue así que sus devaneos la llevaron a perder a su querido pequeño.
Thunupa caminó con sus pechos repletos de leche, los que descargó junto a sus lágrimas y dieron nacimiento al salar blanco. Cayó rendida donde ahora está el volcán, límite natural entre Potosí y Oruro. Está flanqueada por dos colosos, que simbolizan a dos pretendientes que murieron en duelo. Uno quedó con la vejiga perforada por un hondazo (por ello ese cerro lleva un hueco por donde mana agua) y el otro perdió un diente (la otra colina no tiene una cresta).
Domingo 11, 06.00. Tras empacar nuestras pertenencias, para que sean devueltas a Coqueza por las llamas, partimos al cráter. Parece que una lluvia de piedras cayó por la zona. Las madrigueras de vizcachas afloran en el camino, una región habitada igual por zorros, pumas, lagartijas, perdices… Una flora desconocida se asoma: chinchircomas, yaretas, fabianas, piloes, ayrampus y wamanpintas. Van tres horas de fatiga y anclamos en el mirador negro.
El cráter está ahí. No hay palabras para describir los colores de esa paleta lítica. Empeñamos media hora más de sacrificio para ascender al mirador colorado, a más de 5.200 metros sobre el nivel del mar. Estamos en la cúspide. El viento del Thunupa parece cantarnos una melodía de bienvenida. Más allá, el mirador blanco, a más de 5.370 metros de altitud, viaje de una hora reservada para los “más fuertes y aventureros”, porque es como caminar por una delgada cornisa.
Dino nos felicita. Cumplió con su deber. Son las 11 de la mañana. Nota nuestras caras de emoción. Abajo se divisan el salar, el pueblo abandonado, Coqueza… Quedan más de dos horas de descenso. “Esto es lo queremos promocionar”, dice. “Hasta ahora nadie trepa hasta aquí, para eso nos hemos capacitado. Por la comunidad pasan 200 visitantes al mes, y queremos captarlos con esto”. La idea es que las ganancias sean repartidas entre todos los pobladores. La esperanza del turismo ilumina Coqueza, como el Thunupa resguarda a Uyuni.// La Razón
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