El youtuber que hace dos años entregó una galleta rellena de dentífrico a un mendigo en Barcelona, grabó la escena y la subió a la web sabría que estaba cometiendo un delito contra la integridad moral si hubiese intuido que en el mundo virtual rigen los mismos derechos y obligaciones que en el entorno físico. Humilló y vejó a una persona vulnerable. Y para agravar la situación lo difundió masivamente a través de su propio canal de YouTube. Hace dos semanas, fue condenado a 15 meses de cárcel. Las redes sociales no son una simple e inocente tertulia de un bar. Tienen un eco infinito y, a menudo, distorsionan y corroen la convivencia.
El caso del youtuber es una muestra de la deshumanización que se ha instalado en las redes sociales. Se atenta contra los derechos fundamentales de las personas, se menosprecian los valores sociales, se pisotea la intimidad. Como apunta el coordinador del máster de Marketing Digital de La Salle, Ricard Castellet, las redes sociales son una herramienta con dos polos: “Han amplificado hechos punibles, algunos muy tristes, pero también han desarrollado flujos de comunicación y de conocimiento, contribuyendo a que estos circulen y se democraticen como nunca. El problema está en el uso que hacemos. Son fantásticas, pero, si se les da un mal uso, son plataformas peligrosísimas para la convivencia”.
Las redes sociales nacieron antes de lo que pensamos. Al abogado estadounidense Andrew Weinreich se le atribuye la creación de la primera a mediados de los años noventa del siglo pasado. La bautizó Six Degrees (Seis Grados), evocando la hipótesis de que cualquier persona puede estar conectada a otra a través de una cadena de conocidos con un máximo de seis enlaces. Weinreich vendió su empresa en 1999, al borde del pinchazo de las puntocom y apenas cinco años antes de que Mark Zuckerberg y sus socios fundaran Facebook, la más popular de las redes sociales contemporáneas, con más de 2.000 millones de usuarios.
Para gran parte de la legión de adeptos, usar bien estas plataformas es una asignatura pendiente. Subir vídeos que inciten al odio, cortejen la xenofobia o fomenten la violencia y el sexismo no son solo reprobables ética y socialmente, sino que puede acarrear consecuencias penales. Muchos usuarios no son plenamente conscientes. “Hay que vacunarse contra la ingenuidad”, dice el experto en Derecho Digital Ricardo Oliva, quien reclama que se refuerce en los colegios la educación digital para evitar cometer humillaciones, vejaciones o atentados contra la intimidad a golpe de clic.
El pasado abril, la Asamblea Parlamentaria del Consejo de Europa aprobó un informe coordinado por el exsenador socialista José Cepeda que planteaba una pregunta inquietante: las redes, ¿son conexiones sociales o amenazas a los derechos humanos? El documento cuestionaba el modelo de negocio de Internet, asentado en recopilar datos personales. ¿Es ese el precio a pagar por acceder a los servicios? ¿Cómo evitar el control subrepticio?
En teoría son inocuas, pero pueden mutar y mutar hacia maquinarias perversas. El científico británico Tim Berners-Lee aprovechó el 30º aniversario de la Word Wide Web para reflexionar sobre los aciertos y errores derivados de su invento. “Aunque la web ha creado oportunidades, dando voz a grupos marginados y haciendo más fácil nuestras vidas, también ha creado oportunidades para los estafadores, ha dado voz a los que proclaman el odio y hecho más fácil cometer todo tipo de crímenes”.
La trabajadora de la planta de la empresa Iveco ubicada en el distrito madrileño de San Blas-Canillejas que se suicidó a finales de mayo tras la difusión masiva de un vídeo sexual grabado hace cinco años es un ejemplo paradigmático de los efectos ominosos de las plataformas digitales. La empleada de este grupo empresarial, de 32 años y madre de dos niños de 4 años y 9 meses, no pudo soportar el acoso que vivió en el entorno laboral, los cuchicheos de sus compañeros y la presión ambiental al hacerse viral el vídeo a través de grupos de WhatsApp. La investigación judicial determinará las responsabilidades ante esta trágica muerte. Pero la ley es muy clara. “Ver un vídeo de estas características es un tema moral, exhibirlo es una cuestión legal”, sostiene la experta en comunicación digital y profesora de la Universitat Oberta de Catalunya Raquel Herrera, que percibe en este desdichado suceso una evidente carga machista. La fanfarronería, la cultura de la exhibición, es masculina. “Todavía en muchas situaciones se considera que un hombre es un campeón si tiene muchas conquistas, pero en una mujer parece que fuera un delito. Hay mucha gente que ha buscado el vídeo por puro morbo. Es fácil que un contenido morboso se vuelva viral. Si la gente supiera que distribuir este tipo de imágenes es delito, se abstendría de hacerlo”, dice Herrera.
El Código Penal deja poco margen a la duda. El artículo 197 es meridianamente claro cuando dice que será castigado con una pena de 3 meses a 1 año de prisión o multa de 6 a 12 meses aquel que sin autorización de la persona afectada “difunda, revele o ceda a terceros” imágenes o grabaciones audiovisuales privadas, incluso en el caso de que hubieran sido obtenidas con su consentimiento. Parece obvio que en el terrible caso de Iveco se ha vulnerado la ley y atentado gravemente contra la intimidad personal. El daño fue de tal dimensión que condujo a esta trabajadora a tomar una decisión drástica. El abogado Oliva considera que las personas que han contribuido a la distribución del vídeo deberían ser investigadas por un delito de revelación de secreto y de ataque a la intimidad.
Hasta la reforma del Código Penal de 2015, solo se castigaba la difusión de fotografías o vídeos si habían sido tomados sin autorización del interesado o eran imágenes robadas. El detonante del endurecimiento tiene un nombre propio: Olvido Hormigos. En 2012 era concejal de la localidad toledana de Los Yébenes. Denunció a su expareja por difundir un vídeo erótico que circuló por Internet a toda velocidad. Pero no hubo delito contra la intimidad porque no fue robado ni se grabó ilícitamente. El Código Penal de aquella época recogía que el delito de descubrimiento y revelación de secretos requería que las imágenes difundidas hubieran sido obtenidas de forma ilícita. No era el caso de Hormigos.
En las redes sociales confluyen las conductas privadas con las sociales. “Hay una falsa apariencia de privacidad”, dice el profesor de la Universidad Complutense Arturo Gómez Quijano, que observa cómo en Internet domina la ley de simplicidad. “Se juzga inmediatamente, eliminando matices y profundidad. Los medios de comunicación necesitan información sobre lo que ocurrió en la tragedia de Iveco antes que los jueces, y las redes, antes que los medios. Hemos convertido estas plataformas en un fin, cuando en realidad son un medio”. En el mismo instante en el que un vídeo recala en Internet o en Facebook se pierde su control. Se desboca. Su difusión puede adquirir una dimensión global.
El desconocimiento por parte de los usuarios es monumental. “Tenemos un problema de pedagogía y educación de las redes”, apuntala Castellet. “Estamos ante una revolución de la comunicación. Un cambio radical. En 10 años se han modificado usos y costumbres. La sociedad está aprendiendo a utilizar estas plataformas y debería haber formación obligatoria en primaria y secundaria para enseñar las posibilidades negativas de las redes y sus peligros. Hay que educar en la escuela y en la familia para que el uso sea coherente y racional”.
Utilizar incorrectamente estas plataformas es nocivo para la convivencia. De ahí que se haya extendido una corriente de opinión que reclama una mayor reglamentación de Internet y de las redes sociales. “Si se utilizan estos canales para dañar la reputación de una persona, ha de entrar el regulador”, dice Castellet. Para evitar situaciones dramáticas, no faltan quienes apuestan por activar en el ecosistema laboral manuales de buenas prácticas. Estos cortafuegos serían, según Raquel Herrera, una garantía de los derechos y deberes de las empresas para proteger la reputación de su plantilla.
Los cambios tecnológicos avanzan a un ritmo vertiginoso y la sociedad no los asimila con la misma celeridad. Gómez Quijano recurre a una metáfora: “La gente no está capacitada para conducir un Ferrari, y eso genera problemas de calado”. Las redes sociales son una herramienta muy potente para la que los usuarios no están formados. “Nos ha estallado en las manos y vamos aprendiendo a fuerza de prueba y error”, añade. La dualidad emisor-receptor de los medios tradicionales ya no sirve. “El receptor antes era pasivo, pero ahora le hemos dado la máquina de responder. La sociedad está atrapada en un ecosistema hiperconectado, con sus ventajas e inconvenientes. Nos falta experiencia y conocimiento acumulado. En las redes sociales se ha perdido la sensación de privacidad e intimidad. Medimos muchos lo cuantitativo, pero hace falta educación para jerarquizar y dar importancia a lo cualitativo. Hasta ahora, la tribu ha sabido educar, pero por primera vez en la historia no está sabiendo asumir esa función pedagógica”.
Esta carencia, mezclada con una clamorosa ignorancia y un ilimitado afán de notoriedad, es un cóctel explosivo que lleva a alimentar a las redes con productos tóxicos para ganar adeptos a toda costa. Incluso con pasatiempos macabros. Muchos adolescentes se enganchan a retos violentos, extravagantes pruebas y ridículas competiciones para ampliar su cuadrilla de seguidores online. Por la web circulan vídeos donde los jóvenes rivalizan con juegos salvajes. Una de las últimas modas consiste en apretar el cuello de una persona para provocar el desmayo por asfixia, una atrocidad que convive en la Red con otros desafíos absurdos, como embadurnarse el cuerpo con alcohol y prenderse fuego, autolesionarse o pasar de una habitación a otra por el balcón en los hoteles.
Es precisamente esta falta de formación y aprendizaje en el uso de las redes la que hace a los usuarios altamente manipulables, según Gómez Quijano: “Somos previsibles porque las empresas nos conocen. Les regalamos nuestra intimidad. Facebook y WhasApp son un gigantesco oído. Saben todo lo que decimos”. Para mitigar este poder omnímodo, el Consejo de Europa da una receta: establecer fórmulas de cooperación entre las redes sociales y las autoridades públicas como antídoto a los venenos del ciberespacio: la intolerancia, la desinformación, la incitación al odio, los ataques a la privacidad.// El País
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